“Como miramos a nuestra madre, miramos a la vida”, dijo Bert Hellinger. Y desde que empecé a incorporar el paradigma de las constelaciones familiares, sobre todo después de convertirme yo en madre, trabajo fuertemente en mirar a mi madre cada vez con más amor.
Hace 20 años celebrábamos sin saberlo el último cumpleaños de mi mamá y me resulta extraordinario pensar en ella desde el recuerdo de la vivencia real más que desde la construcción que forjé en mi devenir adulto. La idea de mamá está sesgada últimamente por el rumiar de mi cabeza rearmando la historia y cuestionando su maternidad en contraposición con el ejercicio de inclinarme ante ella para agradecer la vida que me fue dada tomando su amor a partir de este cristal desde el que podemos ordenar el amor. Desde la mente, muchas veces me es difícil (por no decir imposible) empatizar con su rol materno cuando el resultado de esa empatía se traduce en mi crianza.
Si revuelvo en mi memoria puedo encontrar el vívido recuerdo de agarrarme a su pollera en un local escondiendo mi cabeza de alguna interacción social, los baños en el fuentón con el agua calentada en una olla, las meditaciones con colores cuando alguna noche me dolía una muela, la panza o la cabeza; las mañanas de análisis pasando por el terreno baldío de los mil gatos salvajes que siempre quise agarrar…
Ya en los tiempos de distancia: su olor a patchouli; ese que pedí impregnado en el pañuelo para llevar a la casa de papá durante la semana sin verla a ella, el cassette de María Elena Walsh grabado encima con su voz y canciones de los Guns N´ Roses, las caminatas por el campo baldío de La Cumbre juntando gajos de Magnolias y cualquier cosa interesante que hubiera tirada por ahí; o los domingos de cine shampoo en el sillón con sus caricias en el pelo.
Pero también recuerdo las carencias y el caos, o muchas situaciones que creía divertidas y hoy como madre considero polémicas -por poner un adjetivo suave-. Si miramos nuevamente la cuestión desde otro lugar, se trata de una herida materna a través de la cual ahora me pongo en posición de niña reclamando a mi madre.
Mi mamá ha sido y es el amor imposible de mi vida. Ese amor que siempre parecía estar cerca pero -como en una telenovela- la enfermedad, la economía, la mala suerte o la muerte volvían a poner la distancia o la imposibilidad.
Si tuviera que describirla, empezaría por su ferocidad y hermosura; aunque últimamente creo que no llegué a conocerla en profundidad quizás por la falta de oportunidad de tener la edad adecuada para interpretarla. Las historias de sus propios relatos -que amaba contar una y mil veces- indicaban que su juventud había sido un gran disfrute de independencia. Las narraciones de las personas que la conocieron son protagonizadas también por su belleza y su carácter fuerte; tal vez sea por esa imagen que me cuesta tanto entender -y sobre todo aceptar- sus decisiones de vida. Pero sé que hubo más: su esoterismo, su sensibilidad, su amor por las plantas, sus propias heridas de las que poco hablaba.
En estos veinte años sin ella nunca dejé de lamentarme por el qué hubiera sido si en esta realidad podría compartir la vida con ella. Hoy pienso en qué regalo de cumpleaños número 71 le haría si hoy estuviera acá y no se me ocurre más que alguna planta o un perfume Amarige (pero esta vez original). No puedo imaginar qué clase de abuela de la puerta del jardín de Amanda sería.
Más allá de los lamentos, en este gran trabajo que me propongo de mirarla con amor para así hacerlo con la vida, resta empezar a darme a mí misma lo que le reclamo para, como adulta, poder mirar a mi hija y al futuro genuinamente sin voltear constantemente hacia atrás. Feliz cumple má.