¿A quién se le ocurrió
que en la ciudad morimos en el anonimato? Apiladas, en serie, superpuestas se
traslucen las vidas amontonadas de 34 familias cada mañana desde una ventana.
Son dos los edificios que
se interponen entre mis ojos y la omnipresente Catedral: uno rústico con
ladrillo a la vista de varias décadas de edad y otro moderno construido a base
de cemento, vidrio y metal. En el de enfrente –el moderno-, 12 de las taperas
casualmente tienen el mismo tender, 6 las mismas cortinas con una leve
diferencia de tonalidades y el resto black out de más o menos calidad. Creo que
aún no se percataron todos sus habitantes del espectáculo que supone cuando uno busca
una idea, o simplemente cuelga la vista con cierta nostalgia apreciar la rutina
de estos extraños tan familiares.
La chica estudiante del
5to A cambió dos veces de “novio” en menos de un año y, en este preciso momento
está preparando una materia con una compañera utilizando el vidrio la puerta
ventana del balcón como pizarra. El pibe del 6to B hace dos meses bajó la
persiana, justo después de desfilar durante 45 minutos del placard al espejo en
busca de una chomba que le combine con el jean y el sweater. Acá, en la
oficina, apostamos que tenía una “cita”, pero a juzgar por el atuendo que eligió el éxito fue sólo una ilusión.
El genial es el exhibicionista del
7mo: como a las 3 de la tarde se da una ducha y sale a secarse al natural al
balcón. Cada mes, levanta sus pies apoyándolo sobre la baranda y –desnudo- se
corta las uñas de sus extremidades inferiores. El asiático del 9no sólo se lo
ve cuando habla por teléfono después de las 14.30 y a la mujer del 8vo cuando
sale a fumar con la mirada perdida.
El detalle hace la
diferencia. Entre nosotros igual, etiquetados en rótulos generacionales,
profesionales, estéticos o religiosos nos identificamos ahí entre el contraste
de lo aparentemente homogéneo. El precio: una pizca del tirano tiempo que
mezquinamos compartir.