Cuando era adolescente y me gustaba alguien, con mis
amigas salíamos los fines de semana y recorríamos un par de bares para
encontrar al chico en cuestión. Esperábamos un acercamiento y, si lograba tener
una charla inicial, debía repetir el ritual cada sábado o viernes. Andábamos
diagonal 74 de bar en bar, a veces entrando a algún boliche hasta que ese
vínculo se afianzaba. Sino, el viernes a partir de las 5 de la tarde íbamos a 8
y 48 y seguro estaba por ahí. También podía ser en plaza Malvinas sábados o
domingos a la tarde, algunas han llegado a dar vueltas por su barrio, e incluso
a revisar la basura... Pasaban semanas hasta que o tenías una relación o sabías
que se había puesto de novia con tu ahora archienemiga. Ese muchachito quedaba ahí
en stand by y enfocábamos la mira hacia otro objetivo.
Hoy, con las palabras clave de su nombre y apellido,
el nuevo dios Google nos dirá su vida y alimentación en Facebook, sus
reflexiones en 140 caracteres, su perfil profesional y alguna que otra cosa que
comparta él o cualquiera de su círculo en la web.
Ya más avanzado en investigación, sabremos a qué
hora está en línea con el celular y de repente viramos en un stalker de la era
digital. De repente, no analizamos con quién habla recurrentemente en el bar y
a qué distancia, sino a quién le dedica una sobredosis de Me gusta en las fotos
o publicaciones, quién retwittea sus estados en un marco de estudios semióticos
de las letras de canciones que comparte de Youtube.
Salí con alguien del que leí más letras de las que
escuché, vi más fotos de los recuerdos que tengo, encontré más explicaciones en
una publicación en donde estaba etiquetado que en sus respuestas. Concluí enviando
un bbm chat que cuando cambió de D a R, los pasos siguientes luego de la no respuesta fueron: eliminar
contacto, bloquear contacto, eliminar de mis amigos, dejar de seguir. Eso como
metáfora de perderse en la ciudad, de tachar de la agenda e intentar borrar del
cerebro su número de teléfono particular, evitar pasar por su casa y no
frecuentar los bares típicos.
Lejos de aliviarme, todo me indica que la promesa de
la conexión me ha desconectado de la realidad. Si limpiara las interacciones
digitales de las últimas relaciones, el resultado sería tristísimo.
Estamos cada vez más solos. Hablamos en simultáneo
con varias personas mientras creemos que compartimos espacios y tiempo con
otros que no son más que cuerpos y balbuceos alrededor. Adoramos las pantallas
escurriéndonos del tiempo y espacio en el que vivimos mientras el silencio del
otro aturde el cerebro en un torbellino de posibilidades.