lunes, 21 de octubre de 2013

Adorando las pantallas -ya no puedo más-

Cuando era adolescente y me gustaba alguien, salíamos con mis amigas los fines de semana y recorríamos un par de bares para encontrarlo y, tras recurrentes contactos visuales, generar algún tipo de acercamiento. Si se lograba tener una charla inicial, era importante repetir el ritual cada sábado o viernes. 
Andábamos por diagonal 74 de bar en bar, a veces entrando a algún boliche hasta que ese vínculo se afianzaba. Sino, el viernes a partir de las 5 de la tarde íbamos a 8 y 48 y seguro estaba por ahí. 
También podía ser en plaza Malvinas sábados o domingos a la tarde -algunas han llegado a dar vueltas por su barrio en bicicleta e incluso a revisar la basura, me dijeron-. Pasaban semanas hasta que o tenías una especie de relación o sabías que otra te había ganado de mano. Ese ser humano quedaba ahí en stand by y enfocábamos la mira hacia otro objetivo.
Hoy, con las palabras clave de su nombre y apellido, el nuevo dios Google nos dirá su vida y alimentación en Facebook, sus reflexiones en 140 caracteres, su perfil profesional y alguna que otra cosa que comparta él o cualquiera de su círculo en la web.
Ya más avanzado en investigación, sabremos a qué hora está en línea con el celular y de repente viramos en un stalker de la era digital. De repente, no analizamos con quién habla recurrentemente en el bar y a qué distancia, sino a quién le dedica una sobredosis de Me gusta en las fotos o publicaciones, quién retwittea sus estados en un marco de estudios semióticos de las letras de canciones que comparte de Youtube.



Salí con alguien del que leí más letras de las que escuché, vi más fotos de los recuerdos que tengo, encontré más explicaciones en una publicación en donde estaba etiquetado que en sus respuestas. Concluí enviando un bbm chat que cuando cambió de D a R, los pasos siguientes luego de la no respuesta fueron: eliminar contacto, bloquear contacto, eliminar de mis amigos, dejar de seguir. Eso como metáfora de perderse en la ciudad, de tachar de la agenda e intentar borrar del cerebro su número de teléfono particular, evitar pasar por su casa y no frecuentar los bares típicos.
Lejos de aliviarme, todo me indica que la promesa de la conexión me ha desconectado de la realidad. Si limpiara las interacciones digitales de las últimas relaciones, el resultado sería tristísimo.

Estamos cada vez más solos. Hablamos en simultáneo con varias personas mientras creemos que compartimos espacios y tiempo con otros que no son más que cuerpos y balbuceos alrededor. Adoramos las pantallas escurriéndonos del tiempo y espacio en el que vivimos mientras el silencio del otro aturde el cerebro en un torbellino de posibilidades.