Hay dos clases de personas en el mundo: las que creen que se compraron la vida en Mercadolibre con garantía extendida y las que saben que sólo se tiene el hoy como certeza. Ser de estas últimas es un don y una tragedia al mismo tiempo. Para ellas no hay después, solo hay deseo, palabra y acción inmediata. La vida es acción y reacción constante.
Es que hay una incertidumbre de base que opera impulsando toda esa intensidad. Incertidumbre que se instala luego de despertarse una mañana y que la vida tal y como la conocías haya desaparecido para ser reemplazada por otra en la que todo aquello que daba seguridad ya no exista. Quedás en jaque un rato, pero rápidamente tenés que empezar a armar algo nuevo desde esas ruinas mientras te tragás las lágrimas y el dolor.
Y esa sensación de que todo lo sólido se puede desvanecer en el aire de un momento a otro se instala como una posibilidad constante que hace que la vida se convierta en una eterna arena movediza.
Te apegás a poco, tenés que chequear constantemente que todo está bien. El control se impone como única posible certeza. Construir futuro desde ahí es hiper complejo. Las pertenencias pierden bastante sentido, los vínculos dan un poco de miedo y los duelos calan hondo. El equilibrio se torna, así, un inútil intento donde la soledad resulta el refugio más saludable para evitar el juicio ajeno ante tanta intensidad.
Exponerse a ser vulnerable ante otro que no está dispuesto a navegar en mares de este calibre supone una crónica de un final anunciado.
Pero no todo es caos, también hay mucha magia. Esa ansiedad de sentir que sólo se tiene el hoy motiva las mejores locuras. Las ganas de hacer duran poco y nada para convertirse en experiencia vivida. La procrastinación no tiene ningún lugar. Pero hablamos de una intensidad para la que el ser humano promedio quizás no esté preparado. ¿Quién se anima a abrocharse en cinto y subirse a esta montaña rusa?