sábado, 22 de julio de 2023

Papá era un tipo que...

Papá y yo teníamos una relación intensa y extrema. Tuvimos las peleas más horribles, pero aún así, cada vez que él tenía algo que hacer me convocaba para que lo ayude –si era un trabajo manual y de fuerza- o que se lo resuelva –si tenía que ver con computadoras o compras-. También, cualquier cosa que me pasara en la que me sentía desbordada terminaba con un llamado de rescate (granizo en la ruta, una rueda pinchada, un caño roto, un chispazo).

Últimamente, una serie de eventos domésticos desafortunados me hicieron pensar mucho en él. Más que pensar, fue dialogar con su recuerdo y sus lógicas: una cerradura para adaptar a una nueva puerta con un sentido de apertura opuesto, una mesa con una pata mocha, la rejilla del baño que no se cansaba de salirse de lugar…

Ahora creo que éramos un muy buen equipo de trabajo. A veces las cosas no salían del todo bien, como cuando se nos inundó un depto que alquilaba mientras intentábamos arreglar la mochila empotrada del inodoro. Pero siempre terminábamos resolviendo el tema y tomando un café con un pucho sentados en el objeto que estuviera disponible cuando no había ni sillas.

Ahora que pienso, hemos arreglado, pintado y puesto a punto juntos alrededor de cuatro casas. La última fue esta donde vivo, la primera la última a la que nos mudamos como familia. Decenas de paredes restauradas, enduidas, lijadas, pintadas. Puertas masilladas y laqueadas con 7 manos de barnis y tinte que jamás podríamos volver a replicar.

“Luciana es una mula”, repetía cuando había que correr un mueble pesado o sostener algo mientras él lo arreglaba. Quizás me comí el personaje de la muletilla y a veces me pasa factura, pero esa es otra historia.



Papá era un tipo que si le comentabas que tenías un problema o una cosa rota no descansaba hasta encontrarle la vuelta, a veces de las maneras más insólitas y polémicas. Si había algo que comprar para resolver el asunto, no paraba hasta encontrarlo. Hemos estado horas recorriendo locales o llamando por teléfono a negocios de todo el conurbano hasta encontrar la última caja de un cerámico discontinuo que necesitaba para terminar de revestir mi cocina. Y ahí salíamos a la autopista a pasear por el conurbano en busca de lo preciado para que la uniformidad reinara en la casa. No creo mucho en que las cualidades vayan en los genes, pero si algo aprehendí de mi papá es esa fijación por resolver. También la extraña habilidad para hacer entrar muebles totalmente armados en un auto agarrados con una soga sostenida por mi mano viajando en el piso del vehículo hecha un bollo.

Papá era un tipo que si lo llamabas para invitarlo a cenar, seguramente te mandaba a cagar. Pero si lo llamabas a la hora que fuera porque te perdía una canilla y no lo podías arreglar con sus indicaciones telefónicas, a los 40 minutos lo tenías en tu casa con la caja de herramientas –y mocasines muchas veces- para indicarte cómo hacerlo o tirarse al piso para arreglarlo.

Él me puso muchos apodos a lo largo de mi vida, pero el último, acuñado por el 2012 fue “yo pa”. Supongo que de tanto compartir sus momentos de arreglos y armados me pegó un poco el afán de querer hacer sola y una extraña fascinación por las ferreterías.

Hoy, mirando mi mesa rota parada en el medio del comedor mientras cenaba con mi hija en un redondel de plástico con patas que no merece llamarse mesa, charlé con su recuerdo y me tiró una posible solución que no me queda más que trasladar al herrero para chequear su viabilidad, ya que el obstinado que hacía posible lo inimaginable en materia de arreglos no es más que una voz en mi cabeza o una especie de tótem al que recurro cada vez más seguido cuando se me queman los papeles.