Papá y yo teníamos una relación intensa y extrema. Tuvimos las peleas más horribles, pero aún así, cada vez que él tenía algo que hacer me convocaba para que lo ayude –si era un trabajo manual y de fuerza- o que se lo resuelva –si tenía que ver con computadoras o compras-. También, cualquier cosa que me pasara en la que me sentía desbordada terminaba con un llamado de rescate (granizo en la ruta, una rueda pinchada, un caño roto, un chispazo).
Últimamente, una
serie de eventos domésticos desafortunados me hicieron pensar mucho en él. Más que
pensar, fue dialogar con su recuerdo y sus lógicas: una cerradura para adaptar
a una nueva puerta con un sentido de apertura opuesto, una mesa con una pata
mocha, la rejilla del baño que no se cansaba de salirse de lugar…
Ahora creo que
éramos un muy buen equipo de trabajo. A veces las cosas no salían del todo
bien, como cuando se nos inundó un depto que alquilaba mientras intentábamos
arreglar la mochila empotrada del inodoro. Pero siempre terminábamos
resolviendo el tema y tomando un café con un pucho sentados en el objeto que
estuviera disponible cuando no había ni sillas.
Ahora que pienso,
hemos arreglado, pintado y puesto a punto juntos alrededor de cuatro casas. La última
fue esta donde vivo, la primera la última a la que nos mudamos como familia. Decenas
de paredes restauradas, enduidas, lijadas, pintadas. Puertas masilladas y
laqueadas con 7 manos de barnis y tinte que jamás podríamos volver a replicar.
“Luciana es una
mula”, repetía cuando había que correr un mueble pesado o sostener algo
mientras él lo arreglaba. Quizás me comí el personaje de la muletilla y a veces
me pasa factura, pero esa es otra historia.
Papá era un tipo
que si le comentabas que tenías un problema o una cosa rota no descansaba hasta
encontrarle la vuelta, a veces de las maneras más insólitas y polémicas. Si había
algo que comprar para resolver el asunto, no paraba hasta encontrarlo. Hemos estado
horas recorriendo locales o llamando por teléfono a negocios de todo el
conurbano hasta encontrar la última caja de un cerámico discontinuo que
necesitaba para terminar de revestir mi cocina. Y ahí salíamos a la autopista a
pasear por el conurbano en busca de lo preciado para que la uniformidad reinara
en la casa. No creo mucho en que las cualidades vayan en los genes, pero si
algo aprehendí de mi papá es esa fijación por resolver. También la extraña
habilidad para hacer entrar muebles totalmente armados en un auto agarrados con
una soga sostenida por mi mano viajando en el piso del vehículo hecha un bollo.
Papá era un tipo
que si lo llamabas para invitarlo a cenar, seguramente te mandaba a cagar. Pero
si lo llamabas a la hora que fuera porque te perdía una canilla y no lo podías
arreglar con sus indicaciones telefónicas, a los 40 minutos lo tenías en tu
casa con la caja de herramientas –y mocasines muchas veces- para indicarte cómo
hacerlo o tirarse al piso para arreglarlo.
Él me puso muchos
apodos a lo largo de mi vida, pero el último, acuñado por el 2012 fue “yo pa”. Supongo
que de tanto compartir sus momentos de arreglos y armados me pegó un poco el
afán de querer hacer sola y una extraña fascinación por las ferreterías.
Hoy, mirando mi
mesa rota parada en el medio del comedor mientras cenaba con mi hija en un
redondel de plástico con patas que no merece llamarse mesa, charlé con su
recuerdo y me tiró una posible solución que no me queda más que trasladar al
herrero para chequear su viabilidad, ya que el obstinado que hacía posible lo
inimaginable en materia de arreglos no es más que una voz en mi cabeza o una
especie de tótem al que recurro cada vez más seguido cuando se me queman los
papeles.