jueves, 18 de septiembre de 2025

La víspera de la primavera y sus múltiples dejavues

 La primavera para mí tiene algo de una agridulce nostalgia. Sus colores, el olor de la ciudad, el frío de la mañana, el calorcito del mediodía y de nuevo el frescor nocturno. Cada incipiente estímulo primaveral activa en mi ser un recuerdo y una sensación de derrota. Esta víspera de primavera me encuentra desandando otra vez mi camino terapéutico para entender-me y crear un nuevo sistema de mecanismos para sobrellevar el cotidiano.

Hay herramientas que adquirimos para sobrevivir psíquicamente en ciertos y puntuales momentos en que la realidad se impone con situaciones para las que no estamos del todo maduros.



Un poco para contextualizar pero por sobre todas las cosas para justificarme de ante mano, quisiera recordar que una de las premisas de mi mamá era que disfrute de la vida y nunca deje de hacer nada para verla a ella. Sin embargo esa norma instaló en mi una dualidad de participar de un montón de situaciones con una sensación extraña de, en realidad, tener que estar en otro lado. Recuerdo que una vez cuando tendría 9 o 10 años mi mamá estaba internada en un hospital en CABA desde hacía no sé cuánto tiempo y en la casa de papá -donde vivía- organizaron una picada con otros invitados. Colaboré con la preparación con entusiasmo y, a la hora de comer, la tristeza me invadió; alguien me preguntó qué me pasaba y respondí que no estaba bien que yo comiera eso y festeje mientras mi mamá estaba en un hospital. Me respondieron que mi mamá estaba seguramente muy contenta tomando un rico tecito en el hospital. Años después supe qué mi mamá estaba al borde de la muerte y lejos de tomar algún te.

El 21 de septiembre de 2004 empezaba el final que venía gestándose desde hacía 10 años, o quizás más.
Era mi primer día del estudiante como universitaria y, naturalmente con mis 18 años, salí a festejar. Creo que fui a La Previa y a dar una vuelta por diagonal 74, realmente la culpa me borró los detalles de esa noche. Llegué a casa cerca de las 6 am -que era el horario límite que ponía mi mamá para los regresos-. No tenía teléfono celular asique la demora implicaba una incertidumbre caótica en ese entonces.

Mi mamá estaba despierta haciendo su sesión de diálisis peritoneal. Me senté en el pasillo que daba al baño a contarle cosas de la noche: si lo había visto a Juampi, si me había saludado, si me miró por sobre el hombro del amigo y cuántas veces se retorció el pelo de los parietales. Cuando mamá desocupó el baño, fui a preparame para dormir y me dijo que descanse un rato y que al despertar la lleve a la clínica porque no se sentía bien. Para una enferma renal crónica era moneda corriente visitar la clínica e incluso pasar unos días internada. No me alarmé lo necesario y me fui a dormir. Me desperté a las 9.30 y ella me esperaba con el agua caliente para bañarme y el mate preparado. Me bañé, tomé 6 mates y comí 3 pepas de membrillo marca pepas y llamé el remis.

Ya en Ipensa, la esperaba una de las médicas de nefrología con la cama lista para la internación.
Nos acomodamos en la habitación mientras llegaban los resultados de un análisis de sangre. Era una situación tan corriente en la vida que para mí el mundo seguía girando. Y era el día del estudiante, ya había organizado que me juntaba en la plaza. Mi mamá se durmió y yo salí para mí juntada. Estuve un rato porque tenía que volver a escuchar el tratamiento que iban a indicar para esta nueva situación y hasta cuando duraría la internación.

Fuimos al consultorio del 4to piso y la médica describió un panorama algo complejo. La presión arterial estaba por demás baja, había una infección y otras complicaciones que ya no recuerdo. Indicó que la ingresen en terapia intensiva y mi mamá se volvió loca: empezó a llorar y a rogarme que no permita que la dejen ahí porque se iba a morir. Se acercó el camillero con la silla de ruedas y ella insistía con su pedido. Yo trataba de explicarle -con algo de impotencia e incertidumbre- que se tranquilice, que seguro eran solo unos días hasta estabilizarse; pero las cosas ya no eran tan rutinarias y esperables.

Me dieron su bolsito y me pidieron algunos otros elementos para su aseo en terapia intensiva, me dejaron quedarme a darle la cena y mi mamá me pidió que le lleve pastillas de Rivotril a escondidas porque no soportaba ese lugar, no quería ver morir a la gente, la luz todo el día y los sonidos de las máquinas. Me volví caminando a mi casa cruzando la ciudad por diagonal 73 con una sensación de surrealidad.

Al otro día me desperté temprano, agarre las pastillas de contrabando y salí caminando otra vez para llegar a darle el desayuno.
Mi mamá estaba muy afectada, no paraba de llorar. Le di una pastilla y le escondi otras dos. Terminado el desayuno y desalojada de al lado de la cama, no tenía mucho más que hacer hasta el horario de visita, asique me fui a la facultad a cursar un teórico y volví para verla esa media hora, escuchar el parte médico y luego darle el almuerzo.
Mi mamá llorisqueaba y balbuceaba incoherencias. Yo la peinaba, agarraba su mano y acariciaba su frente.

Así pasaron los primeros tres días de terapia. Empezaron a acompañarme mis primas, mis amigas, amigos de amigas. Había días que la sala de espera era un mundo de gente, había otros en que no había nadie. El mundo seguía girando y las rutinas también. La mia era nueva y por alguna razón no me cuestioné dejar de hacer lo que hacía asique seguí cursando mientras cumplía con estar en cada horario posible cerca de mi mamá.

Un día el parte médico fue un poco más complejo y decidieron ponerle un respirador. Ahí ya no podía darle las comidas aunque las enfermeras me dejaban pasar igual a estar con ella que claramente no podía balbucear sus incoherencias, solo dejar caer las lágrimas por el costado de su cabeza cada vez que me veía. Así fueron unos 10 días más. En el medio los partes no eran alentadores pero tampoco yo los entendía como apocalípticos; pero hoy 21 años después entiendo que se trataba de mi negación. En una de las charlas con los terapistas me dijeron que había una posibilidad de una cirugía para intentar recuperarla, pero que era riesgosa, había 80 por ciento de posibilidades de que en su estado no sobreviva; pero que quedaba a mí consideración. Ese día en completa soledad tomé la decisión más pesada de toda mi vida: dije que no la operen. Tres días después cuando recién volvía del hospital a mi casa a las 22.15 de la noche llamaban para avisar que mamá había muerto. Han sido pocos los días desde ese entonces en que no me pregunté que hubiera sido si tomaba otra decisión.
Creo que le avisé a mi papá o a mí hermano primero. Me vinieron a buscar y fuimos a Ipensa a hacer unos trámites. A mí me dejaron en el auto, sola. Ellos resolvieron todas esas cuestiones y yo estaba atónita llorando sin parar. Me llevaron a la casa de una amiga donde me quedé a dormir con mi prima y toda esa banda. Al otro día mi papá me fue a buscar temprano y fuimos a su casa a bañarme y cambiarme. Me puse el pantalón color uva, la musculosa negra de salir, mis chatas negras y un saquito negro. Me quedaba todo gigante, en esos 16 días de caminatas y alimentación escasa y polémica me había consumido.

Llegué a la casa velatoria y la vi. La toqué, tan fría y rígida su frente, la boca pegada. Afuera la gente que llegaba, hombros irreconocibles en los que lloré. Compañeros de la facultad, familia, amigas, amigos de mi hermano. No sé a qué hora cerraron el cajón y bese su frente por última vez. De ahí salimos al crematorio. Mi papá me vio fumar por primera vez y, en una especie de acto de amor, no me dijo una palabra. De a poco perdíamos acompañantes en el camino. Después del crematorio alguien decidió que yo necesitaba compañía y organizaron que algunas de mis amigas fueran conmigo a la casa de mi papá. Merendamos, cenamos o almorzamos empanadas. Desde ahí los detalles son inciertos.

Supongo que no podía permitirme más derrotas asique seguí girando con el mundo, yendo a la facultad, rindiendo los parciales y entregando los trabajos. Promocione 3 de las 4 materias que estaba cursando ese cuatrimestre y el vacío seguía ahí pero al menos con una falsa ilusión de que tenía el control de algún aspecto de mi vida.
21 años después y con tanto discurso de soltar, el olorcito a jazmín, los árboles reverdeciendo y mi maternidad disociada me traen algo de esa necesidad de recuperar el control pero también de liberar alguna emoción describiendo en palabras no tan precisas algo de lo que me ha constituido
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