El concepto de imagen se funda en la
representación en todas sus acepciones. Sin embargo, el reflejo apela a una
metáfora, a una representación que –claro- está en lugar de otra cosa. Por caso,
hasta un acto reflejo representa a un estímulo. Es decir, como una segunda
instancia de una imagen o un modo de abordaje a ella.
En el mundo perceptual accedemos a los objetos
y a las personas a partir de la idea que elaboramos de ellas con rasgos
obtenidos mediante los sentidos: la vista y el oído en mayor medida, el olfato
y el tacto en menor escala. De ahí el cerebro condimenta con informaciones
previas y subjetivas armando una ensalada que figuraría la imagen del otro.
En tanto, cuando pretendemos acceder a la propia imagen –sobre todo partir de los ojos- no existe más que valernos del reflejo. Recurrimos al espejo, a una vidriera, a un cúmulo de fotos y al fantasma interior que definirá la percepción acerca de uno mismo. Pero estos reflectores también ejercen una fuerza distorsiva en el resultado y de acuerdo a la construcción de cada psiquismo el combo final es favorable o peyorativo.
Para el último caso, exponer abstracciones,
palabras, ideas, fotografías, risas y sentimientos excluyendo el cuerpo supone
un preconcepto bastante cómodo a partir del cual la auto-imagen se resguarda sin
las probables interferencias de aquello a lo que aún no se puede acceder con
cierto grado de objetividad. Ya cuando no hay otra salida que comprometer ese
frágil, se abre el abanico de la devolución del otro y ante el primer
dardo-crítica el efecto tortuga invade la escena en el intento por re-proteger
la forma vulnerada.
Y se vive como en una diagonal de doble
mano. Dos realidades paralelas que atraviesan los vínculos y relaciones de toda
clase. Esperar un boulevard o alguna plaza infinita resulta la ilusión de
reconciliación más cercana.