En esta compulsión acelerada por ordenar el
mundo en símbolos cargados de significación, inevitablemente tropezamos con la
estrategia markitenera de segmentación de públicos. Ubicamos a las personas en
cajones rotulados previamente por la experiencia y los estereotipos
cristalizados sobre todo por los medios de comunicación.
Desde el fordismo la
producción en serie se instaló en nuestro placard y nuestros vínculos. Dime a qué te dedicas y te diré si eres un
hijodeputa o un boludo. Justamente en los matices radica la diversidad, aquella que por lo general ignoramos, o que cuando descubrimos nos sorprendemos.
El ahorro del tiempo parece el principal motor de esta
actitud inconsciente y maníaca que lamentablemente nos lleva casi siempre a la
soledad. La vida como un producto, el humano como un producto de consumo
efímero, cuya vida útil está dada por las variables físicas o los rasgos de sumisión.
Un rango etáreo, una pasión, un trabajo, una
(y sólo una) actitud bastan para dar con el perfil (target) de un ser humano.
¿ Acaso no hay esencia? ¿No es que somos únicos, ya que la subjetividad y el
tránsito de nuestra vida nos hace incomparables? Sí en la teoría, la praxis
habitual dista de aquel supuesto. No voy a tomarme el tiempo en conocerte, ya
sé a quién tengo enfrente. ¿Por qué? Por mi compulsión a la repetición? Claro
genio, tu compulsión a encasillar, a etiquetar, a creer que el otro no tiene
nada nuevo para aportar más que la mierda en la que vos mismo te revolcás a
diario.
Voilá, ahí está, cambiar el paradigma: ese bendito
cristal por el que vemos las cosas que el mundo presenta. Conocer y reconocer
al otro sin meterlo en ninguna caja preconcebida. Permitirse el disfrute sin
contaminantes externos. Construir al otro desde lo que el otro muestra y ofrece
y ya no desde lo que mi cerebro intenta reflejar, que no es más que el fantasma de mí mismo.