jueves, 1 de agosto de 2013

Un botón no sirve de muestra

En esta compulsión acelerada por ordenar el mundo en símbolos cargados de significación, inevitablemente tropezamos con la estrategia markitenera de segmentación de públicos. Ubicamos a las personas en cajones rotulados previamente por la experiencia y los estereotipos cristalizados sobre todo por los medios de comunicación. 
Desde el fordismo la producción en serie se instaló en nuestro placard y nuestros vínculos. Dime a qué te dedicas y te diré si eres un hijodeputa o un boludo. Justamente en los matices radica la diversidad, aquella que por lo general ignoramos, o que cuando descubrimos nos sorprendemos.
El ahorro del tiempo parece el principal motor de esta actitud inconsciente y maníaca que lamentablemente nos lleva casi siempre a la soledad. La vida como un producto, el humano como un producto de consumo efímero, cuya vida útil está dada por las variables físicas o los rasgos de sumisión.

Un rango etáreo, una pasión, un trabajo, una (y sólo una) actitud bastan para dar con el perfil (target) de un ser humano. 
¿ Acaso no hay esencia? ¿No es que somos únicos, ya que la subjetividad y el tránsito de nuestra vida nos hace incomparables? Sí en la teoría, la praxis habitual dista de aquel supuesto. No voy a tomarme el tiempo en conocerte, ya sé a quién tengo enfrente. ¿Por qué? Por mi compulsión a la repetición? Claro genio, tu compulsión a encasillar, a etiquetar, a creer que el otro no tiene nada nuevo para aportar más que la mierda en la que vos mismo te revolcás a diario.

Voilá, ahí está, cambiar el paradigma: ese bendito cristal por el que vemos las cosas que el mundo presenta. Conocer y reconocer al otro sin meterlo en ninguna caja preconcebida. Permitirse el disfrute sin contaminantes externos. Construir al otro desde lo que el otro muestra y ofrece y ya no desde lo que mi cerebro intenta reflejar, que no es más que el fantasma de mí mismo.