"... aprender el hechizo ideal que junte los sueños con la realidad"*
Flora despertó un día con la idea de ver el mar.
Ella cargaba con 26 años de edad, y desde hacía 37 meses, había cesado de desear su propia muerte.
Era una reciente antropóloga, y se desempeñaba como propulsora de interesantes proyectos de investigación. Además, pese a su título, conservaba orgullosa el trabajo que le había dado la posibilidad de sustentarse durante su paso por la universidad.
Flora despertó un día con la idea de ver el mar.
Ella cargaba con 26 años de edad, y desde hacía 37 meses, había cesado de desear su propia muerte.
Era una reciente antropóloga, y se desempeñaba como propulsora de interesantes proyectos de investigación. Además, pese a su título, conservaba orgullosa el trabajo que le había dado la posibilidad de sustentarse durante su paso por la universidad.
Mantenía una relación consolidada y estable con un hombre maravilloso, quien encarnaba el modelo que siempre soñó durante su adolescencia.
Gozaba de una excelente salud y una fresca apariencia.
Estaba rodeada de personas que la apreciaban y a las que ella respondía con lealtad y afecto.
En la superficie, su vida parecía una perfecta estructura. Flora era conciente de que sus logros, tanto profesionales como personales, eran, en algún punto, parte de un sueño que se habían convertido en la realidad de sus días.
Estaba rodeada de personas que la apreciaban y a las que ella respondía con lealtad y afecto.
En la superficie, su vida parecía una perfecta estructura. Flora era conciente de que sus logros, tanto profesionales como personales, eran, en algún punto, parte de un sueño que se habían convertido en la realidad de sus días.
Reía cotidianamente y su humor siempre intentaba ser óptimo.
Pero entre toda esa belleza existía algo que le pesaba en demasía cada despertar: su pasado.
La niñez desequilibrada marcó hondamente su psiquis perturbando el camino hacia la pubertad. Hija de una matrimonio quebrado, con padre conservador al extremo y madre afectada con una insuficiencia renal crónica terminal.
Ya en la adolescencia biológica, la adultez mental irrumpió en las mariposas que jamás lograron revolotear en su estómago.
Desde siempre estuvo aferrada a Ana, la mujer que le dio la vida y con quien luchó codo a codo contra muchas adversidades: la pobreza, la hipocresía, el rechazo social, los engaños y la enfermedad.
Para su desconsuelo, un día quedó enfrentándose en completa soledad ante unas ruinas que se le venían encima escondiendo, detrás, a su enemigo más fuerte e incontrarrestable: la muerte.
El día en que Flora atravesó el fin de la vida de Ana, tenía 18 años. Desde ese momento, sintió endurecerse todo lo tierno que la caracterizó hasta entonces.
Vivó durante más de media década escondida bajo su dolor, recibiendo mes a mes, sólo golpes bajos que la despojaban de su identidad.
Tuvo conocimiento de que su padre de crianza no era su progenitor, de que lo que quedaba de su familia sanguínea era una red quebradiza donde no había lazos fuertemente amarrados. Se topó con la serie más cruel de hombres que despedazaron su corazón y las inocentes de ilusiones que fabricaba.
Por mucho tiempo todo fue un calvario que, poco a poco revirtió, construyendo así, su personalidad y sus propios proyectos, llegando a su apogeo a los 26 años.
Las inmensas ideas de suicidio desaparecieron por completo, pero los destellos de recuerdos y melancolía hacían rodar grandes lágrimas en la soledad de algunas noches frente a la fotografía de Ana.
Un día de octubre, después de una jornada de trabajo y vida social, Flora se rindió exhausta en la cama repasando mentalmente una de sus novelas. No llegó al final, cuando se durmió profundamente.
El mundo onírico se apoderó de ella, ofreciéndole toda una fecha con su madre, hablando, riendo, fumando y compartiendo mates.
A la mañana siguiente, despertó con la cara empapada en lágrimas y vestigios de una añorada alegría por aquello que había creído real.
A la mañana siguiente, despertó con la cara empapada en lágrimas y vestigios de una añorada alegría por aquello que había creído real.
Al situarse nuevamente en tiempo y espacio, decidió emprender un pequeño viaje.
Preparó una pequeña valija, agarró las llaves del auto, apagó el teléfono y manejó hasta la costa atlántica: el destino fueron esas playas donde con 5 años había disfrutado por primera vez de la inmensidad del mar.
Una vez allí, paró en el centro y se alojó, sin saber hasta cuándo, en una habitación de hotel.
Enseguida corrió a la playa y se sentó en la orilla del mar. La arena humedecía su jean y, por lo tanto, su piel. El viento y algunas gotas saladas pegaban en su cara y revolvían su pelo cual remolino.
Permaneció casi una hora en la misma posición contemplando el inmenso mar desierto, ruidoso y un tanto hediondo.
Nada pasaba por su cabeza más que la imagen que sus ojos percibían recreándose en su mente infinitamente.
Sin ser advertido por Flora, algo comenzó a asomarse por entre las olas desde lo apenas divisable del fondo, hacia la orilla. Ella no reaccionó, o no lo vio, o no lo importó y continuó con la vista perdida pero enfocada en la línea que separaba el cielo del agua.
Sin ser advertido por Flora, algo comenzó a asomarse por entre las olas desde lo apenas divisable del fondo, hacia la orilla. Ella no reaccionó, o no lo vio, o no lo importó y continuó con la vista perdida pero enfocada en la línea que separaba el cielo del agua.
La cosa seguía revelándose y acercándose a ella. Cuando la tuvo a dos metros, se percató del amorfo aparentemente viviente, cuyo destino final parecía ser toparse con la única persona existente en el lugar.
Cuando recobró la noción del transcurso de la realidad, se vio frente a una figura extravagante, cuya apariencia le recordó a la de un árbol. Se movía como en el aire, puesto que carecía de extremidades, y al trasportarse no emitía sonidos ni alteraciones en la superficie arenosa.
Era un ser inédito, con multitexturas, sin ojos, ni boca, ni olor, ni posible comparación o asociación con algo real o antes visto.
Era un ser inédito, con multitexturas, sin ojos, ni boca, ni olor, ni posible comparación o asociación con algo real o antes visto.
Ya frente a frente, Flora percibió una voz proveniente de una fuente desconocida racionalmente; pero para ella era más que evidente que salía de la cosa que tenía a su lado.
Al principio, le costó interpretar el mensaje que, telepáticamente, recibía. Luego de varios enunciados, la comunicación comenzó a funcionar de manera circular.
El amorfo le decía que se llamaba Zaro, y que si ella aceptaba, era capaz de concederle sus deseos; aquellos más fuertes, profundos y por los que más había rogado.
Flora, eufórica, le comentaba que ese comunicado le había remitido a una frase recurrente en un libro que una vez había leído cuando iba a la escuela secundaria, que aseguraba que "cuando uno realmente desea algo, todo el universo conspira para hacerlo realidad". De esta forma, se dijo a sí misma -y por lo tanto al amorfo- que eso sí era verdad y que había llegado su momento de que todo conspire a su favor.
Desesperadamente, sonreía todo su ser y su cuerpo.
Al finalizar el momento de sorpresa, analizó un segundo y, mirando fijamente a Zaro, pensó que no había deseos ya, porque ella era una mujer realizada con su edad y su vida.
Zaro, disconforme y omnisciente, respondió que tanto él como ella eran conscientes de que sí existía su más profundo deseo y que era imposible de concretar realmente en la vida humana.
Le explicaba que todos tienen sus deseos más fervientes, y justamente ella no era la excepción.
Ella, firme en su postura anterior, refutó aquella aseveración exponiendo que nada sabía él sobre sus anhelos.
Entonces, Zaro, dando una vuelta en el aire transformó toda la porción de mar visible en una pantalla gigante que se dividía en dos partes.
En una, Flora podía ver su vida actual, tan bella y equilibrada pero con el vacío de no poder compartir nada de todo eso con Ana.
En la otra, su realidad se remontaba a los momentos precarios, sencillos y cotidianos de su existencia al lado de su objeto de emanación de potentes sentimientos: su madre.
Observando "la película de las vidas posibles", una serie de sensaciones invadieron a Flora que rompió en llanto y sin pensarlo entendió a Zaro de que realice sus deseos más profundos y fuertes de una vez.
El concesor preguntó con seriedad si realmente estaba dispuesta a formar parte de ello con la carga significativa que poseía el materializar TODOS los anhelos más sentidos desde SIEMPRE.
Impulsivamente, Flora respondió que sí.
Impulsivamente, Flora respondió que sí.
En el momento en que la afirmación llegó al destino indicado, el ser volvió por donde había llegado, y estando a mitad de camino, retornó metamorfoseándose en algo que intentaba ser humano.
La joven, desconcertada, se esforzaba por divisar aquel cuerpo que se aproximaba a ella.
Mientras la distancia se acortaba paulatinamente, los rasgos de aquello tomaban características reconocibles: cabellos oscuros, piernas largas y delgadas, brazos finos y unos ojos que brillaban y se confundían con el color del cielo.
Mientras la distancia se acortaba paulatinamente, los rasgos de aquello tomaban características reconocibles: cabellos oscuros, piernas largas y delgadas, brazos finos y unos ojos que brillaban y se confundían con el color del cielo.
Retuvo esas descripciones y entendió qué -o mejor dicho quién- era lo que llegaba. Era su madre. Sí, Ana que regresaba increíblemente de eso que llaman la muerte.
Enseguida, Flora se levantó del suelo y, hundiendo sus pies en la arena empapada, emprendió una carrera a estrellarse en el pecho materno.
Cuando sólo las separaba un metro de aire, cielo y mar, Flora se desplomó en el agua clavando su rostro en el fango arenoso sin reflejos ni respiración.
Perdida en su deseo más próximo, había olvidado que por muchos años no sólo había soñado con volver a tener a su madre con vida, sino que también había ansiado su propia muerte.
Sus añoranzas más profundas y sentidas pero contradictorias habían sido concedidas. Ana regresaba al mundo real con vida y la absurda existencia de quien aceptó desafíos antinaturales llegaba a su fin.
* Rata Blanca, "Aun estás en mis sueños".