lunes, 1 de noviembre de 2010

La riqueza de la humildad del campo

Celia vive en Concepción de las Sierras a pocos kilómetros de Posadas. Realmente la vista desde abajo de su alero es paradisíaca.


Celia está casada, tiene 4 hijos y 3 nietos. Pero está sola. Sus hijos se fueron a la capital. Su esposo salió a hacer "unos mandados".
Tiene pocos vecinos, ninguno que pueda verse cerca o le quede cómodo para pedirle azúcar. Sólo kiris, pinos, algún algarrobo, chanchos, perros, gatos y un cielo muy azul.
Llegamos cerca del mediodía para inspeccionar su producción de pino.
Nos recibió amablemente pero temerosa al principio, éramos cinco personas, lógica reacción.
Ella es la titular del Plan de Inversión para Bosques Cultivados, pero prefirió esperar a su marido para acompañarnos a medir su campo. Dijo sentirse cansada como para caminar todas las hectáreas. Nos invitó a pasar, mas nos quedamos en la entrada.
Le pedí agua caliente para preparar mate: "siem
pre tengo agua lista" me dijo sonriente.
Celia es rubia, tiene los ojos celeste fuerte como el cielo que la en
marca. Su piel blanquísima tostada del sol se mancha cada tanto con pecas multiformes. Su instinto maternal brota de esas manos masculinas que sacan el pan casero del horno. Nos lo ofreció; desistimos aunque moríamos por probarlo.
Charlamos un buen rato de varias cosas. Sus padres fueron inmigrantes, ella se casó siendo muy joven y siempre vivió en Concepción del campo. Su humildad contrasta con la riqueza de esos terrenos en los que vive. Nos enseñó a sus nietos en varias fotos vecinas de Jesús que cuida la entrada a su casa.
El suelo rebalsa de piedras preciosas; esas mismas que llegando a Iguazú le cobran a uno en moneda extranjera.
De ese suelo comen sus chanchos, sus gatos y perros. Nada sabe Celia de la Triquinosis. Nada le importa de vestimenta de feria o de etiqueta, de piso tarugado, plastificado, de cerámica o granito; el piso es de material. Su papel higiénico cuelga de un alambre y los deshechos se van luego de abrir una canilla que llena una mochila improvisada. El agua con las que nos convidó para saciar la sed del calor del mediodía era de pozo, me recordó a mi infancia: el agua fresca que traía mamá cuando vivíamos al lado del medio de la nada. En voz baja alguien comentó sobre la pobreza en la que vivía Celia. En qué error había incurrido, Celia era más rica que todos nosotros juntos, solo que su casa en la ciudad se acercaría a la villa, mientras que nuestros departamentos en su campo serían lo más inútil del Universo. Tomó de esos mates que le ofrecí sentada a mi lado juntando sus rodillas cada tanto como una niña. Pasaron más de 40 minutos y su esposo no llegaba. Se calzó con unas botas de goma, el sombrero y al bosque.

Las imágenes satelitales no daban cuenta del crecimiento del rodal como la fecha de plantación anunciaba. Debíamos certificar que la plantación estuviera lograda en las hectáreas que habían sido declaradas y del tamaño que deberían haber alcanzado los individuos. El problema había sido claro: los pinos existían sanísimos, sólo que Celia ya no podía internarse en el campo para limpiarlo de yuyos.

El satélite percibía las pasturas, no así los árboles en línea que allí estaban creciendo. También planta tabaco, aunque dice que le da pérdidas. Pero ella y su marido piensan más allá. Es que a través del Monotributo Social si continuan algunos años más con la produccion de tabaco, ella y su marido podrán acceder a una jubilación. Según narran las previsiones, el objetivo del Monotributo Social es incorporar bajo el sistema a los sectores en estado de vulnerabilidad, entre los cuales pueden encontrarse los pequeños productores.
Con este sistema, el productor podrá acceder a una obra social, asegurarse una jubilación para el futuro, además de ingresar a la economía formal, donde por ejemplo podrá vender sus productos a mercados en los cuales por lo general no puede comercializar.
Celia está cansada. Todos se fueron, ella mantiene el campo que le da de comer a sus hijos. Cuando llegue la jubilación del tabaco piensa contratar a alguien para que la ayude con los pinos. Siendo joven, ella misma plantaba, limpiaba y podaba el bosque. Su corazón se agranda como sus bronquios que se deterioran con el tabaco que no fuma.
Anduvimos por todo su terreno con Capitán de guía. Los canto rodado, el quarzo y otras piedras brillantes se extendían a lo largo del camino como el barro. Entre unos yuyos Celia sacó varias hojas que nos ofreció llevar. Unas eran para el mate, otras curativas. Dijo que habían salvado del cáncer a un familiar suyo y a ella del páncreas.

La paz que respiramos en ese lugar no tuvo precedentes para mí.
Volvimos al alero. Esta vez, además del agua fresca amarillenta de pozo nos sorprendió con mandarinas del tamaño de un melón de verdulería platense. Parecíamos chicos pelando esa fruta carnosa que rebalsaba jugo y un aroma a otoño.
Su campo estaba en orden. Nos despedimos con un abrazo y una foto. Subimos a la camioneta y horas más tarde volvimos a la rutina.

Misiones, Septiembre de 2010. Luciana Guillermina J.