jueves, 28 de octubre de 2010

Alto Carrizal: cedrón en el aire, oro en la tierra


Lavadores de oro en La Rioja
José hace veinte años que vive del trabajo manual de búsqueda de metales. Hizo de la montaña un hogar junto a su familia.

Mientras muchos en mi ciudad lavan dinero, José lava oro cerca de Famatina, en la provincia de La Rioja por 87 pesos el gramo de veintitrés quilates.
Apenas 35 kilómetros antes de ascender a la famosa mina La Mejicana, en un aire inundado por un aroma a cedrón y mentas que parece salir de los cactus que abundan a metros del río amarillo, una familia vive y sobrevive en la paz del Alto Carrizal.
Desde la Dirección de Minería y Recursos Energéticos de esa provincia proponen fomentar el turismo guiado en la zona y facilitar el trabajo de los lavadores, que como José, día a día van cuesta arriba armados de pico y pala para extraer el precioso mineral que se oculta en la arena del lugar. Hablar en plural es casi una casualidad exagerada.
En tanto la marcación de caminos llega, José, Graciela y sus tres hijos reciben a algunos turistas curiosos. Con un tono sarcástico/humorístico relatan su historia de vida antes de poner manos a la obra.
Su infraestructura es precaria, sencilla, cálida y acogedora. Un quincho hecho con vegetación del lugar, un piletón rústico y un sistema de diligencia acuática a base de bombeo humano. A lo lejos se ve otra construcción. Más tarde sabré que es su casa.

Hacia el brillante hallazgo

Llegamos a eso de las cuatro de la tarde. El día estaba fresco, nublado y caía una llovizna bastante molesta. La visibilidad era reducida. Paramos el auto frente a una madera de señalización después de haber andado cuesta arriba varios kilómetros de ripio.
Un hombre acarreaba alguna cosa de un galpón a otro. Bajamos el vidrio y le preguntamos si ahí lavaban oro. Dijo que sí. Nos invitó a bajar.
Ese hombre es José.
Aparenta 40 años, no sé su edad y a esa altura no importa. Tiene la piel curtida por el clima
y las palmas de las manos pulcras de la exfoliación natural de su trabajo.
A pocos metros del quincho donde lo encontramos tiene su oficina provista de diferentes tamices improvisados con material de reciclaje, cañerías de ingenio a bombeo manual a cargo de su hijo mayor y las trampas para atrapar el metal amarillo que desde hace miles de años enceguece al ser humano.
Estábamos ansiosos por ver cómo es que puede extraerse oro de esas tierras a las que el capitalismo parece que aún no llega.
La paciencia resulta ser la mejor habilidad. José confiesa que día a día las propiedades de ese metal lo sorprenden. Dice que es muy pesado, que se comporta de manera singular con respecto a otros minerales y que le resulta asombroso. Conocer las características del material que le da de comer es de suma importancia a la hora de montar el ingenio para el proceso de lavado de arena y extracción de oro.
En principio sube varios metros por la montaña con el pico y la pala y baja con una cantidad significativa de arenilla; híbrido de materiales rocosos.
El primer paso en la oficina es tamizar la mezcla para liberarla de lo más voluminoso e inservible para esta misión. De ahí, coloca de a dos paladas del montículo en una bandeja símil tobogán apuntado por un caño que transporta agua. Cuando lo cree justo, José indica a su hijo -que ya está en posición- liberar el agua.
Después de unos segundos, el líquido empieza a barrer con la arena que atraviesa una serie de caminos hasta llegar a un piletón de desagüe. Resulta que con distintas alfombras porosas de materiales diversos (algunas hogareñas de alambre, otras automovilísticas de goma) tiende la trampa al perezoso oro que navega entre hierro, tierra, granito y arena. Esta secuencia se repite en tres oportunidades, al menos de esas fuimos testigos.
La experiencia le indica a José que es en la primera alfombra donde queda la mayor cantidad de oro. Dice que es muy pesado, que las pepas suelen ser planas y que, por ende, no ruedan en el agua, sino que tienden a estancarse en los orificios que encuentran cercanos. Ese lugar más cercano es la primera trampa en la que cae el agua repleta de arena y sedimentos: una alfombra de goma con una trama de cuadrados que funcionan como casilleros.
Apenas algunos brillos pueden verse entre una cantidad vasta de hierro. José levanta esa alfombra y vierte lo que quedó atrapado en un plato cilíndrico. Ahí yace una porción decimal de lo que antes había extraído de la montaña. Con más agua, más paciencia y movimientos circulares zarandea ese recipiente hasta que es posible vislumbrar con claridad el oro mezclado con hierro, del que parece no separarse. Esta reducción debe secarse para pasar al último paso de su labor.
Mientras esperábamos que la humedad se disipara, Graciela nos agasajó con un té de hierbas ideal para esa fresca tarde.
El más minucioso trabajo es transportar aquellos restos a una base metálica que por imantación separa al hierro de precioso metal. Luego con una pinza de depilar se discrimina el oro de lo inservible y voila! Listo para el comercio.

La vida en la cuesta

No parece fácil deshacerse de los trastes sociales, de la vorágine de la ciudad, de la inserción burocrática, al menos para mí, un individuo de cemento. Para José es un estilo de vida, su elección.
Me intrigaba cómo podían instalarse ahí a explotar ese lugar sin llenar solicitudes, pasar entrevistas, pagar algo. José me explicó que cualquiera puede hacerlo, siempre y cuando no se impacte contra el ambiente. “Uno llega con el pico y la pala y hacés lo que quieras”. Reía y comentaba que cada tanto cae alguno a trabajar, pero nadie se queda como él, no todo lo que brilla es oro. Con suerte cada dos días extrae un gramo, “la gente piensa que cavas y sale oro”.
Como bendiciones del cristo de Chilecito, de vez en cuando una pepita pesada encandila a José, que dice tener la vista adiestrada para detectarlo entre el arenal.
Hace veinte años se instaló en esas tierras fiscales para explotar sin industrias los recursos de ese lugar de La Rioja. Hace meses su familia también se trasladó a la cuesta. Famatina es el pueblo al que deben bajar para conseguir las provisiones que no pueden producir ellos mismos.
Graciela contó que lo hace una vez por semana; en moto cuando funciona o con algún chofer ocasional que se disponga a darle una mano.

Graciela me acompañó al baño que se ubicaba a unos cien metros del quincho del té mientras me contaba del frío que desde abril empieza a azotar la zona, de la escarcha y el congelamiento de los piletones que dificultan la explotación y de la educación de sus hijos en la empresa familiar.
No hay cañerías. Los desechos se van con un baldazo de agua. Graciela planea instalar un baño más cerca de la recepción de turistas, “para que las personas mayores puedan ir”.
En ese lugar me invadió una hermosa sensación de contención sincera agravada por ese aroma a cedrón mentolado que nunca voy a olvidar. El cacareo de gallinas, los perros corriendo, el gato espantándose de mi irrupción en su siesta contrastaban en mi cerebro con el bombardeo de actualidad, de bocinazos y quejas de la ciudad.
José
Trabajó antes en una mina en la provincia de Catamarca, cuando era más joven. Ahí aprendió el oficio y las mañas de la minería, las propiedades de los metales, los procesos industriales y también su impacto sobre el ambiente.
Yoko -mi cámara- en mis manos inquietas no dejaban de congelar momentos. José se ofreció retratarnos a Nicolas y a mí descubriendo el oro entre el hierro. Ahí nos contó que es fotógrafo, que capturó los paisajes del norte y de cuyo, también nos contó de los hitos en su vida, de sus experiencias como guía turístico. Algunas de esas imágenes nos las mostraría más tarde.
El saber de José es admirable: lejos de la Academia -de donde vengo-, el saber de la experiencia, método científico por excelencia, un saber que se transmite de boca en boca en un español montañés, un saber discontinuo -dirían los teóricos- que José amplía con cada visita.
Se interesó por nosotros, por nuestras actividades, por nuestros gustos. Su mirada denotaba intriga real y sincera.
Nos despidió con un desafío: asentar en palabras escritas el rastro de nuestra existencia en ese lugar. Nos acercó un cuaderno y una lapicera.
Qué tarea complicada para una periodista utilizar el lenguaje simbólico cuando los sentidos perceptuales se sensibilizan de tal manera que las palabras suenan meras repeticiones metafóricas de cosas sin sentido.
Hice el intento. Marqué nuestra huella en tierra neutral siendo testigos de una vida en esa provincia mientras vivimos la nuestra en un mundo diferente.
Esta historia es real. La viví en abril de 2010, la escribí por esos días también y ahí mismo saqué las fotos!
Luciana J.