Quería ser escritora, quería diseñar ropa, quería decorar interiores, quería ayudar a la gente, quería ser filósofa, quería ser hechicera, quería ser música, quería ser periodista. También quería ser "mujer".
Quería de todo y todo lo emprendía. Todo, también, lo dejaba a la mitad.
Soñaba aún con el príncipe azul -qué ilusa a esta altura de su vida-.
Sentía que las elecciones le costaban demasiado, pensaba que cada paso era definitivo e irreversible. Los extremos había sido parte de su vida. El todo o nada se debatía en su cabeza a cada momento.
A menudo, sentía que la nada la apoderaba.
Tenía una carrera, sí, la tenía. Tenía un trabajo, sí, lo tenía. Tenía un trozo de familia, sí, algo quedaba. A veces, además, tenía dignidad.
Amaba la lluvia: su olor a lombrices de infancia y la humedad caer en su rostro.
En ocasiones las diagonales la perdían en un torbellino de pensamientos aislados del trajin del urbanismo.
Cierto día en el que -como de costumbre- iba camino al trabajo, la explosión celestial la sorprendió.
Miró al cielo como quien se asegura tontamente de lo obvio y cerró el bolso rojo que llevaba colgado del hombro derecho.
Aminoró el paso y disfrutó de las veredas mojadas que se extendían pie a pie.
Los bocinazos recurrentes se alejaban cuanto más aumentaba el caudal de agua que caía.
Era 7 de octubre. La fecha la sensibilizaba.
Le faltaban 3 calles para llegar cuando tropezó con una cosa de material que sobresalía del suelo y cayó de manos en un charco.
Quedó tirada en el agua unos segundos en los que pensó mil cosas irreconocibles por su velocidad.
Como si nada y empapada se levantó (una vez más en su vida), volvió por donde había caminado hasta llegar a su casa.
En la habitación -que era un desastre- revolvió un cajón lleno de ropa interior y se detuvo en un sobre. Sin abrirlo lo metió en el bolso rojo.
Tiró en la cama algunas prendas, zapatillas y el cepillo de dientes. Metió todo en una valija y salió nuevamente.
En vano buscar un taxi disponible con aquel temporal. Corrió en contra de la lluvia hasta la parada del colectivo riendo de unas personas que luchaban con el viento y sus paraguas. Esperó unos minutos y tomó un 214.
Iba completo. Por alguna razón ella sentía que la gente la miraba más de lo debido.
Insegura de sí, se recorrió una y otra vez con la memoria y la vista intentando encontrar la anormalidad superficial; pero nada. Tocó sus huecos nasales ante la vaga duda de que un agente indeseado cobre protagonismo en la escena de su rostro. Pasó sus yemas por debajo de sus ojos intentando limpiar los posibles rastros de rimel resistente al agua mojado por la lluvia. Pero todo parecía en orden.
¿Qué corno me miran?
Ahí dobló la situación y se dedicó a observar a cada uno de los que le clavaban la vista a ella.
La primera fue una vieja que estaba sentada en el asiento de donde ella se agarraba. Tenía el pelo teñido de amarillo patito y un crecimiento blanco asqueroso de como 2 centímetros. La miraba de arriba hacia abajo y cada tanto deteniéndose en sus uñas. La combatió mirándola fijo y siguiendo la vista de la vieja hasta que fue conciente del juego. Ahí se calmó y apuntó la mirada al frente inmóvil.
Otro era un hombre de como 40 años -sino más- que le miraba el culo. Ella con su mejor antipatía se miró dificultosamente su propio trasero y le clavó los ojos al tipo hasta que buscó otro culo para ojear.
Siguió contrarrestando observaciones hasta llegar a una chica. Esa mirada sí la incomodaba. La veía y le recordaba a ella hace unos años. Joven, deseosa de saciar sus carencias. Los ojos claros, tristes, grandes y profundos.
Alejó el desafío y la veía ya con nostalgia de sí. Abortó el contrarreste de miradas y colgó los ojos del vidrio de la ventanilla en el que se estampaban las gotas de lluvia con cada acelerada.
Que me miren, se dijo. El problema es suyo en todo caso, no mio. Y recordó lo que muchas veces su madre repetía: "los perros ladran, señal que cablagamos". Rio reviviéndola en su memoria y se perdió en los domingos que vivían cuando estaban las dos. Las tardes enteras de invierno mirando tele en el sillón tapadas con el acolchado marrón. Abrazos recurrentes y alguna siesta hasta los mates de la tarde.
¡Qué domingos! ... qué domingos que nunca más volverán. Domingos que en aquel momento no valoró como ahora.
Era 7 de octubre, la fecha la sensibilizaba.
Bajó en la parada de la terminal. En la boletería compró el pasaje de ida a San Juan. El viaje tardaba casi veinte horas. No sabía donde iba a parar ni qué explicar a su familia y jefes. De todas maneras, ya no le importaba.
Faltaban dos horas para que saliera el colectivo y la ansiedad -como siempre- le comía los sesos.
Odiaba esos momentos en que los impulsos la invadían y la realidad la hacía esperar y detenerse.
Quería convencerse de que en esas dos horas sus pensamientos y el bendito sentido común no la iban a hacer desistir de tal arranque escapatorio.